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De esclava sexual del IS a Nobel de la Paz

Cuando hace un año Nadia Murad visitó las ruinas del que fue su pueblo, sus lágrimas y alaridos de dolor estallaron con la virulencia incontenible de quien sabe que el tiempo no cura las heridas. Nadia no conocía otro lugar más allá de Kocho -un páramo remoto agazapado en la ladera sur del monte Sinyar, en la frontera de Irak con Siria- cuando el 3 de agosto de 2014 las huestes del autodenominado Estado Islámico, irrumpieron en su colmena de campesinos y pastores yazidíes, seguidores de una fe vinculada al zoroastrismo que mezcla elementos de antiguas religiones mesopotámicas con los credos cristiano y musulmán y a cuyos fieles los yihadistas consideran adoradores del diablo.


«A los forasteros Kocho les debía parecer demasiado pobre para ser un pueblo feliz, demasiado aislado y yermo. Los soldados americanos debieron llevarse esa impresión cuando los niños les daban la bienvenida suplicando bolígrafos y caramelos. Yo fui una de esas niñas», recuerda Nadia, la chica menuda y callada que jamás habría salido de su aldea si no hubiera sido por el asalto de los terroristas.
El 15 de agosto cientos de hombres del pueblo fueron ejecutados a sangre fría mientras las mujeres, entre ellas Nadia, enfilaban el camino del cautiverio, convertidas en esclavas sexuales de los yihadistas y desperdigadas por el califato que Abu Bakr al Bagdadi proclamó a caballo de Siria e Irak.
«Nos compraban y vendían. Nos trataban de una manera salvaje. Yo fui propiedad de un iraquí, un sirio, un tunecino y un saudí. Todos sin excepción me violaron», relata Khiria Murad, una de las hermanas de Nadia que padeció meses de torturas y acabó escapando en enero de 2015. Crónica reconstruye la biografía de Nadia y los suyos en vísperas de la ceremonia de Oslo en la que este lunes la joven de 25 años recibirá, junto al ginecólogo congoleño Denis Mukwege, el premio Nobel de la Paz por -en palabras del jurado- demostrar «un coraje fuera de lo común» y negarse a «aceptar los códigos sociales que obligan a las mujeres a permanecer mudas y avergonzadas por los abusos que padecieron». Tímida y reservada, Nadia -la pequeña de once hermanos- jamás aceptó el destino que quebró para siempre la relativa paz de Kocho, transfigurado en icono de la tragedia yazidí.
«Es una persona muy sencilla y emotiva. Llora con facilidad cuando hablas con ella. Es muy frágil pero, al mismo tiempo, muy fuerte cuando relata su sufrimiento», comenta Saad Babir, un allegado que trabaja en Iniciativa Nadia, una entidad fundada por la joven que batalla para investigar los crímenes de guerra perpetrados en Irak y salvaguardar a las minorías del país árabe.
A Nadia le restaba un año de instituto cuando cayó en las garras del Estado Islámico (IS). Y fue precisamente en el centro educativo al que asistía donde pasó sus primeras horas de prisionera. Desde una de sus ventanas observó cómo sus hermanos y vecinos varones eran subidos a furgonetas. «Un momento después, escuchamos los disparos. Me separé de la ventana cuando la sala estalló en gritos. ‘Los han matado’, clamaron las mujeres».
Uno de aquellos hombres que fue víctima del breve paseíllo hacia la muerte es Jalid Murad. Debía haber fallecido aquel día pero la fortuna le sonrió. «Sobreviví a la matanza. Recibí dos balas pero me hice el muerto y, al caer la noche, con otros tres hermanos huimos hacia la cima de la montaña», rememora.
Mientras Jalid emprendía la fuga, Nadia se preparaba para ser arrastrada hacia un autobús en dirección a los confines del califato. «No tenéis opción. Estáis aquí para ser sabaya [el término usado por el IS para referirse a las secuestradas y convertidas en esclavas sexuales] y haréis exactamente lo que digamos», recuerda escuchar de boca de uno de los comandantes que la acosó durante el trayecto.
Hajji Salman, un militante de la organización, la compraría días después en el mercado de esclavas de Mosul. «Cada día, en cada rato libre que tenía, me violaba. Cada mañana se marchaba tras darme las instrucciones: “Limpia la casa. Haz la comida. Ponte este vestido”», evoca Nadia en un libro publicado recientemente. Cuando pensaba en escapar, su verdugo le recordaba su desgracia: «Ya no eres virgen. Eres musulmana. Tu familia te matará. Ya no tienes nada». Ella murmulla que «cada segundo con el IS fue parte de una muerte lenta y dolorosa».
Una noche, como castigo a una de sus tentativas de fuga, fue violada por los seis guardas de Hajji Salman antes de ser vendida a otros dos barbudos. Su periplo acabó cuando reunió el valor suficiente para emprender la huida. Entonces vagó durante horas por Mosul hasta que llamó por azar a la puerta de una familia que le dio cobijo; le proporcionó un carné de identidad falso y -tras contactar con su hermano,- la ayudó a cruzar los puestos de control hasta alcanzar Kirkuk.
Desde entonces, Nadia ha conocido pocas treguas. Una vez recobrada la libertad, supo que su madre había sido asesinada. «La reconocimos por su ropa y su pelo en una fosa común. La mataron porque era una mujer mayor y no podían casarla», confirma su hermana Khiria, que reside desde que lograra escapar de Siria en un campo de refugiados yazidíes en Zajo, en el norte del Kurdistán iraquí cerca de la frontera con Turquía. Aguarda, como otras tantas supervivientes, un billete de avión para recibir tratamiento psicológico en Australia.
«Vivo con mi hermano. No quiero dejar mi país pero me han obligado. Seis de mis hermanos permanecen desaparecidos y hemos perdido la esperanza de que regresen. Ya no tenemos nada que perder o nada por lo que permanecer aquí», maldice Khiria, de 32 años. Las ausencias familiares son una losa que Nadia carga por medio mundo mientras relata ante líderes extranjeros el genocidio de su pueblo.
«Aún hoy hay miles de chicas desaparecidas. Las supervivientes siguen en campamentos de desplazados con poca ayuda y en condiciones miserables. Espero que el Nobel a Nadia ayude a aumentar la conciencia sobre la difícil situación en la que se hallan los miembros de nuestra minoría, que ha sido empujada al borde de la aniquilación en sucesivos genocidios», dice Pari Ibrahim, directora de la fundación Yazidíes libres.
El paradero de 3.000 de las 6.700 yazidíes secuestradas resulta aún una incógnita. En cambio, las que regresaron del horror y sobrevivieron a sus captores o a los intentos de suicidio afrontan una incierta recuperación. «Es una vida muy difícil. Ninguna organización me ha prestado ayuda y no hago nada. No tengo esperanza», narra Gawaher, una chica de 17 de años que sufrió nueve meses de secuestro y fue obligada a casarse con un yihadista iraquí cuyas palizas no ha podido olvidar.

Textos y foto tomadas de 

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