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La Venezuela que ahora come de la basura

                                                                                          Foto de Guillermo Suàrez, EL TIEMPO

Publicación de EL TIEMPO.COM  Texto escrito por Valentina Lares Martiz

A Valeria todavía le da vergüenza, pero prefiere hurgar la bolsa de basura antes que “morirse de hambre”. Se refiere a ella y sus tres niños, de 6, 5 y 2 años, a su cuñada y otros dos pequeños, que hace dos meses comenzaron a buscar comida en la basura de los edificios de Colinas de Bello Monte, una urbanización de clase media de Caracas. Sobras de arroz, pasta y pan, frutas a medio descomponer, pellejos de pollo y retazos de grasa de carne son meticulosamente escogidos por las mujeres mientras sus maridos cuidan que nadie se les acerque a ellas ni a los niños, que juegan con otros desperdicios. Con las manos peladas, respiran hondo y ponen las sobras animales en una bolsita, las de vegetales y pastas en otra y meten todo en cajas de cartón. Lo que salvan es “para la cena”. “Por esta zona la basura es buena, la gente de por aquí bota mucha comida. Todo lo que encontramos lo cocinamos otra vez en la casa, le quitamos lo feo. Pero a los niños les damos lo que nos regala la gente, lo de la basura es para nosotros (los adultos)”, cuenta Valeria.

Ella trabajaba como persona de mantenimiento en un centro comercial de Chacaíto, pero en diciembre la despidieron. “Nos botaron casi a todos”, se lamenta.

A su cuñada, una empleada doméstica joven, tampoco la contrataron de nuevo. Se les acabaron la plata y la comida. Sus maridos, obreros de construcción, no consiguen trabajo y un día, bajo el calor abrasador del rancho en los Valles del Tuy, en las afueras de Caracas, tomaron la decisión. “¿Sabe qué es peor que ese calor? –pregunta–. Tener hambre”.

 

La estampa de estas familias se repite pavorosamente en calles y avenidas de Caracas, especialmente cerca de restaurantes o mercados, desde hace por lo menos tres meses.

Son pequeños clanes que se diferencian de los mendigos. No son gente en harapos (todavía) que vive en la calle, sino personas recién empujadas a la pobreza extrema por la crisis económica venezolana, traducida en una inflación que el último año superó el 600 por ciento y una escasez de alimentos básicos que rebasa el 70 por ciento. Algunos, como la leche en polvo o el azúcar, prácticamente desaparecieron.

En Venezuela, el notorio aumento de personas que hurgan en las basuras ha sido cuantificado como una “estrategia de sobrevivencia” en varios estudios. Una encuesta elaborada por la Universidad Católica Andrés Bello y Ecoanalítica en noviembre del 2016 concluyó que el 8 por ciento de los venezolanos admiten que “recogen de la basura para comer”, lo que proyectado equivaldría a 2,4 millones de personas.

A ese mismo porcentaje llegó un estudio de Cáritas de Venezuela –realizado en cuatro estados del país, incluyendo Caracas y Zulia– que identifica que el venezolano ha cambiado su forma habitual de adquirir alimentos (comprarlos en mercados), teniendo que acudir a compras de alimentos revendidos con sobreprecio, hacer trueque, pedir comida a familiares y comer de la basura.

“Se registraron también estrategias como comer en la calle, incluyendo la mención de las sobras de restaurantes y contenedores de basura (8 por ciento de hogares), ‘pedir’ comida en la calle y comer con la ayuda de la Iglesia (3 por ciento de hogares)”, dice el estudio.

En ese escenario encaja perfectamente el caso de Diego, un hombre de 60 años que en diciembre perdió su trabajo en un aserradero. Su cara limpia y barba rala no concuerdan con las manos pringosas que sostienen lo que será su comida del día, una bolsita con pellejos de pollo. “En la casa los lavo bien y los frío hasta que quedan duros, como un chicharrón”, explica.

“Me los como con un pan o un poquito de arroz. Solo cuando tengo mucha hambre, si consigo algo más o menos me lo como aquí mismo”, cuenta en un basural de la avenida Francisco Solano, en Caracas, famosa por sus restaurantes de comida española e italiana, y a donde ahora acuden decenas de personas a buscar las sobras.

Mientras habla con EL TIEMPO, un muchacho tira tres bolsas. Una de ellas tiene un pan grande y duro como un bate, una joya en medio de las cáscaras de patilla y plátano, las moscas y los pañales sucios. “Con esto puedo comer tres días. Lo pongo en la candela y se tuesta”, anota Diego.

La última frontera

Las personas que comen de la basura no quieren hablar de eso. La vergüenza se expresa de mil formas, desde el grito que espanta a quien se acerca hasta la negación: “¡Nooo!, esto no es para mí, son sobras que recojo para el perro”, asegura más de uno. Quienes finalmente acceden a hablar con este diario esperan dejar de hacerlo tan pronto tengan un trabajo o algún ingreso.

Francisco tiene un trabajo de obrero en una mueblería pagado con el sueldo mínimo (apenas 40 dólares mensuales, al cambio del dólar paralelo, sin contar el bono alimentario), que, asegura, no le alcanza para él, su esposa y dos pequeños.

En las tardes se rebusca en la basura de la zona residencial La Florida, junto a otro hombre que trabajó puliendo mármoles y granitos “hasta que la empresa cerró el año pasado”, una camarera del hospital Vargas también despedida en diciembre y una muchacha sin casa, embarazada. A ella, tiernamente, le dieron las sobras de pasta más limpias que encontraron esa tarde. El resto esperaba la noche –cuando otros edificios sacan la basura– masticando unas palomas de maíz viejas.

Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) 2016, elaborada por investigadores de la Universidad Católica Andrés Bello, la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Simón Bolívar, en los dos últimos años prácticamente se duplicó el número de hogares pobres en Venezuela, pasando de 48 por ciento en el 2014 a 81,2 por ciento en el 2016.

El sondeo, muy respetado por su respaldo académico y amplia muestra (más de 6.000 familias consultadas), señala que al 93 por ciento de las familias no les alcanza el dinero para comprar comida.

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