Los hijos de la élite de Irán: de héroes a villanos

El ostentoso modo de vida de los llamados “Niños Ricos de Teherán” causa malestar en una sociedad que antaño les admiró, pero que ahora, en plena crisis económica, les condena.


El taller de moda de Kavé no es como las espléndidas boutiques parisinas de ‘haute couture’. A diferencia de los Campos Elíseos, él opta por el anonimato, expone a puerta cerrada en un subterráneo y se promociona por boca-oreja. Sus vestidos de noche con cortes de vértigo, algunos inspirados en las vidrieras multicolor de la época iraní qayar, escandalizarían a más de un clérigo. En contraposición, unos pocos privilegiados los lucen con fruición.
“¿Cómo os vestís los occidentales en Nochevieja?”, pregunta Kavé. “Pues hay iraníes que lo hacen así cada semana”, se contesta. Es su nicho de clientes y no se agota. Hay de varios tipos, entre ellos los agazadé -así se llama a los hijos de las élites, normalmente gerifaltes del Gobierno u hombres de negocios de su órbita-, pero casi todos comparten cierta costumbre: al llegar la noche desfilan con sigilo por barrios bien del norte teheraní, descubren sus trajes al cruzar el umbral de alguna casa y se desmadran.
La geografía del lujo se llama Niavarán, Elahié o Jordan, nombres de distritos capitalinos septentrionales, antítesis del sur pobre. Sus residencias evidencian el mal gusto inherente al nuevo rico: fachadas neoclásicas, remates dorados y aparcamientos acristalados a pie de calle, como si de concesionarios se tratasen, para que todos vean cómo se las gasta el vecino. No en vano, según ‘The Economist’, Porsche vendió en 2011 más coches en Teherán que en ninguna otra urbe regional.
Los jueves y viernes, fin de semana local, vehículos de gran cilindrada toman las calles norteñas. El atasco que acaba originando este pasacalles ostentoso, junto a otros coches más modestos, es una suerte de ceremonia de cortejo del sexo masculino, como la rinoplastia lo es del femenino. La procesión suele acabar en restaurantes donde todo es rico menos lo que uno se echa al buche. Hace siete años, con sanciones a todo gas, un local servía un helado espolvoreado con oro por unos 200 euros.
Durante años, el relato del estilo de vida de los agazadé llenó columnas occidentales. Textos que expresaban mayormente fascinación, cuando no devoción, retratando sus juergas -normalmente más próximas a una fiesta del pijama que a un despiporre ibicenco- como actos exóticos y de cuasi resistencia a las normas rigoristas que prohíben sus saraos. Cuando en 2014 la cuenta de Instagram Niños Ricos de Teherán mostró su alto tren de vida, no pocos incluso simpatizaron con sus ‘frivolités’.
Pero, dentro de Irán, los niños pijos no hacen gracia. Y menos ahora, que la reimposición de sanciones por parte de EEUU, y el resultado de políticas económicas erróneas, según ha reconocido el mismo Gobierno, han devuelto las vacas flacas. Prueba de ello es el revuelo que desató Sasha Sobhani, hijo del ex embajador de Irán en Venezuela: “Trabajad y ganad dinero. Y si falláis, mejor moríos”, espetó a sus compatriotas en un vídeo.
Como a muchos jóvenes iraníes con posibles, a Sobhani le encanta exhibir opulencia a través de Instagram. Sus últimas publicaciones las ha hecho desde la isla griega de Santorini, brindando con champán y conduciendo descapotables. En una de sus polémicas anteriores, el vástago aseguró que todo aquello lo había logrado “gracias a mi inteligencia”, y no al trabajo de su padre, que ha optado por desvincularse públicamente del comportamiento de su retoño.

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