Tuvo que decidir entre operar a su hijo o dejarlo morir: el recuerdo de una charla pasajera fue clave en la decisión
Bruno Jensen tenía 18 años y vivía en un pueblo llamado General San Martín, a 180 kilómetros de Santa Rosa, La Pampa. En noviembre del año pasado, cuando estaba por terminar el cuarto año del secundario, se descompuso. Tenía vómitos y dolor de cabeza pero se lo tomó con calma: su padre lo recuerda sonriendo con un “enfriador”, de esos que usan los deportistas para reducir inflamaciones, apoyado en la cabeza.
La tomografía mostró el derrame. Bruno había sufrido una “hemorragia subaracnoidea”, un volcado de sangre debajo de la membrana que recubre el cerebro. “Fuimos de urgencia a Buenos Aires, lo operaron inmediatamente. Los pronósticos eran los peores, tuvieron que hacerle una craneotomía para descomprimir la inflación”, cuenta a Infobae Daniel Jensen, su papá, 49 años, dueño de una carnicería en el pueblo.
La extrajeron parte del cráneo para acceder al cerebro y funcionó: “Se salvó, y no le quedó ninguna secuela”, sigue. Pero hay un dato que todavía lo enoja: los médicos le dijeron que era una malformación arteriovenosa, que la habían agarrado a tiempo y que era improbable que volviera a suceder.
Bruno regresó a su vida habitual: empezó quinto año, se preparó para el viaje de egresados, planificó estudiar veterinaria en General Pico y siguió dando muestras de su personalidad. “Era justiciero, comprometido, siempre estaba preocupado por la realidad social”, recuerda su papá. Fue en ese contexto que padre e hijo tuvieron la primera de una serie de charlas pasajeras, que ahora cobraron otra dimensión.
“Acá en el pueblo hay un chiquito en silla de ruedas que no puede hacer nada, está atado a un pequeño hilo de conciencia”, cuenta. “Yo pensaba qué cerca había estado mi hijo de quedar en ese estado y dije: ‘Si a mí me pasara algo así, que me desconecten'”. Bruno contestó: “A mí también”.
El 25 de septiembre, en medio del paro nacional, sonó el teléfono en casa de los Jensen. Bruno estaba en el colegio y se quejaba de que le dolía la cabeza. Sus padres entendieron que iba a ser difícil conseguir una ambulancia en una huelga así que pusieron una almohada en el asiento trasero del auto y manejaron seis horas hasta Buenos Aires.
“Capaz es una pavada, pero ahora pienso que algunas cosas fueron premonitorias”, sigue su papá, quebrado. Y cuenta que, cuando atravesaron el paso a nivel en el que hay un mural con la cara de Cerati, Bruno dijo: “Gustavo”. “Es loco, no dijo Cerati, dijo Gustavo, como si lo conociera”.
Alguno en el auto mencionó que el cantante había estado más de cuatro años en coma y que la madre nunca había dejado de visitarlo. Bruno frunció el gesto, puso cara de “no, así no”.
Bajó del auto caminando y conversando. Programaron la segunda operación para el 2 de octubre y el padre retuvo un dato: “Si sale todo bien, en dos días se van”. Pero las cosas no salieron bien. “Un médico de una clínica dijo una cosa. Otro, lleno de soberbia, dijo que había que hacer lo que él decía o no lo operaba. Nosotros obedecimos. Lo que más me duele es pensar que mi hijo pudo haber sido víctima de un conflicto entre dos médicos que sólo querían demostrar quién tenía razón”.
La operación terminó pero las horas pasaban y Bruno no se despertaba. Al día siguiente, tuvo un edema en un hemisferio cerebral y en parte del otro. “Nos dijeron que la única forma de salvarle la vida era haciéndole otra craneotomía pero que, si lo hacían, iba a quedar con secuelas graves”.
Fue ahí que Daniel recordó aquella conversación pasajera que había tenido con su hijo adolescente. “No sé si hicimos bien o nos vamos a arrepentir de haber tomado esa decisión. Fue lo que nos salió. Él no quería quedar en una silla de ruedas y, si sobrevivía y le quedaba alguna consciencia, nos iba a maldecir toda la vida. Pienso que salvarle tristemente la vida hubiera sido por el egoísmo de mantenerlo con nosotros”.
Fue en ese entonces, en estado de shock absoluto, que llegó la gente del Incucai. Bruno era mayor de edad y, como lo establece la nueva ‘ley Justina’, era donante de órganos sin necesidad del consentimiento de sus padres. De todos modos, otra charla que Bruno había tenido con su hermana, de 13 años, los ayudó a digerir el momento.
“Acá en el pueblo vivía una nena que necesitaba un trasplante bipulmonar. Bruno la conocía, el trasplante nunca llegó y la nena murió. Cuando salió la ley Justina, él se puso feliz. Le dijo a la hermana: ‘Menos mal, ahora sí van a poder salvar más vidas'”.
Pasaron apenas 10 días de la ablación y Daniel, en medio del dolor, hizo una publicación en Facebook. “Si estás agradecido/a a este ángel que te regaló parte de sí para que pudieras seguir viviendo, quiero que sepas que sólo queremos darte un abrazo”. Dice que sólo quiere “abrazar a su hijo en estas personas” y pedirles que “cuiden el pedazo de vida que les regaló”.
Pero lo cierto es que nadie puede facilitarle los datos precisos de los receptores porque está prohibido por la Ley de Trasplante de órganos, tejidos y células. Sólo pueden decirle la edad y el sexo de los receptores y si los trasplantes pudieron hacerse. Es por eso que ya tiene un dato: “Ya sabemos que nuestro hijo salvó cuatro vidas”.
¿Por qué no pueden darles nombres? Entre muchas razones, se busca “no interferir en el proceso de duelo, es decir, evitar vínculos basados en la negación de la muerte”, explicaron a Infobae desde el Incucai. Por ejemplo, que la familia de un donante, desde el dolor más profundo, interprete que su ser querido ahora “vive” en otra persona.
También, “facilitar la adaptación al implante”, es decir, evitar que el receptor tenga sentimientos de culpa o deuda con la familia que, a diferencia de ellos, no está celebrando la vida.
Textos y foto de Infobae