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La ciencia que da vida a los fuegos artificiales

Todo comienza con un estallido sordo, al que sigue el dibujo de chispas amarillas y verdosas en el cielo nocturno, que culmina en una explosión de color, con luces azules, blancas y anaranjadas. Seguidamente hay una palmera de guirnaldas rosas y una cascada de chispas blancas, que terminan en una cortina sonora ensordecedora. Son los efectos característicos de una noche mágica con fuegos artificiales.

El secreto de la pirotecnia está en la ciencia, concretamente en una reacción de óxido-reducción en la que se libera energía. Para ello es preciso que haya una sustancia que aporte oxígeno (agente oxidante) y un combustible (agente reductor).

El principal compuesto químico de los fuegos artificiales es la pólvora negra, que según la fórmula clásica está compuesta por siete partes de salitre, cinco de carbón vegetal y cinco de azufre. En el siglo XVIII la receta primigenia evolucionó hacia tres cuartas partes de nitrato de potasio, un quince por ciento de carbón vegetal y un diez por ciento de azufre.

Las sales son las responsables del color
Pues bien, los maestros pirotécnicos la han modificado sustancialmente al sustituir el nitrato de potasio por clorato de potasio, que actúa como elemento oxidante y que consigue una combustión mucho más rápida. Esto se debe a que los nitratos tan solo ceden una tercera parte del oxígeno que contienen, frente al cien por cien de los cloratos. En la fórmula actual el azufre y el carbono son los elementos reductores que actúan como combustibles.

Para conseguir los diferentes colores se recurre a un amplio abanico de sales metálicas, cada una de las cuales es responsable de un color específico. Así por ejemplo, el rojo se logra con el nitrato de estroncio o el cloruro de litio, el verde con nitrato de bario, el naranja con cloruro de calcio, el amarillo intenso con sales de sodio, el azul con nitrato de cobre y el violeta mediante una mezcla de nitrato de estroncio y cobre.

De todos ellos el más difícil de conseguir es el azul intenso. La razón estriba en que para que el cloruro de cobre emita luz azul es preciso alcanzar los 1200 ºC, pero a esa temperatura también se descompone. Si se usa nitrato de cobre en lugar de cloruro, que tiene la ventaja de quemarse a temperaturas más bajas, el azul es menos intenso y si se opta por temperaturas intermedias el azul se torna rápidamente en blanco.

Cuando lo que se quiere conseguir son destellos plateados y blancos se emplea titanio, mientras que si lo que se desea es brillo y la luminosidad es mejor usar el magnesio, y los maestros pirotécnicos optan por el calcio cuando el objetivo es deslumbrar con una nube de partículas brillantes.

En definitiva, detrás de una palmera o de un castillo de fuegos artificiales hay oculta, al menos en apariencia, una enorme tabla de elementos químicos.

Física aplicada a la pirotecnia
Para propulsar los elementos químicos es preciso disponer de cohetes, los cuales suelen tener dos cámaras, una de ellas con la carga de pólvora, que además dispone de una salida en la parte inferior y que es la responsable de impulsar el proyectil verticalmente.

Cuando se quema esa cámara se enciende la segunda, que es la que aloja las sales que dan lugar a los colores. Para que la explosión sea segura, alejada del público, y arda con intensidad las sales tienen que tener forma de bolitas.

La combinación del perclorato potásico con una sal de ácido orgánico es capaz de generar emisiones intermitentes de gas que, al estar comprimidas en tubos de pequeño diámetro, producen los silbidos característicos de algunos fuegos artificiales.

Si queremos conocer la distancia en kilómetros que hay entre nosotros y la explosión del cohete bastará con que contemos los segundos que hay entre la explosión de colores y el sonido ensordecedor, y dividir el número obtenido por tres.

Tras el espectáculo lumínico se origina humo y se liberan partículas metalíferas de un tamaño muy pequeño, pero suficientemente grande como para que puedan ser inhaladas y llegar hasta nuestros pulmones, lo cual puede suponer un riesgo para la salud en personas con patologías respiratorias.

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